DESPUES DE 2 DIAS SIN COMER
“La primera vez”
No me acuerdo el día exacto, pero sí recuerdo el vacío.
Era como si mi estómago se hubiera tragado mi dignidad, y mi orgullo se hubiera dormido de tanto aguantar.
Llevaba ya dos días sin probar bocado. Caminaba por las calles como un fantasma con tenis rotos, mirando al suelo, no por humildad… por miedo. Miedo a encontrarme con alguien que me conociera, miedo a que me vieran tan jodido.
Fue una gasolinera. Una de esas con luces que no alumbran el alma.
Ahí vi algo. O alguien. Otros como yo.
Sin decir palabras, nomás observé.
Me di cuenta que la gente, sin pensarlo, tiraba bolsas casi llenas: hamburguesas a medio comer, papas que nunca se tocaron, sándwiches todavía calientes.
Primero me dio coraje. Luego tristeza. Luego hambre.
Y el hambre… el hambre gana.
Esa noche, me tragué el orgullo con las lágrimas.
Esperé que se fueran los carros. Me acerqué como ladrón a ese bote de basura.
Revisé. Escarbé. Agarré una bolsa.
Olía a todo, menos a esperanza… pero yo tenía que comer.
Fue la primera vez que saqué comida de la basura.
No porque me gustara.
Porque no quería morirme.
Y porque, en el fondo, todavía tenía ganas de vivir… aunque el mundo ya me hubiera dado por muerto.

“Como perro”
Esa noche no tenía nada. Ni cama, ni cobija, ni sombra que me cubriera del mundo.
Nomás el suelo duro, el cielo callado y la lluvia cayéndome encima como si el cielo también me escupiera.
Me acurruqué en una esquina, empapado, temblando, oliendo a derrota.
La gente pasaba y ni volteaba.
Me sentí como un perro callejero… pero sin manada.
No fue tristeza lo que me llegó. Fue una lección.
Ahí, mojado y con el alma hecha trizas, aprendí que si quería seguir vivo, tenía que pelear por eso.
Que la calle no se compadece de nadie.
Que sobrevivir no es vivir… pero es el primer paso.
Desde esa noche dejé de pedirle permiso a la vida.
Y empecé a quitarle lo poco que me debía.
Tatuada Parte De Mi Vida, Y En Mi Piel Mis Heridas.
"Ya no quiero saber más"
“La tinta no se borra”
Yo no nací calle, me hice.
Al principio era nomás un morro buscando dónde encajar…
Hasta que conocí a ciertos cabrones que me jalaron al juego, y sin pensarlo, ya estaba peleando por una esquina, luego una cuadra… hasta que sentí que media ciudad también tenía mi nombre pintado en sus paredes.
Los golpes se volvieron mi idioma.
Las cicatrices, mi historia.
Y los tatuajes… mi manera de no olvidar.
Me fui tatuando todo.
No por estilo.
Sino porque cada línea en mi piel tiene peso, tiene voz, tiene sangre.
Tatuajes que exigen respeto, que cuentan lo que he vivido, lo que he hecho y lo que he perdido.
Pero el que más adoro, el que más me representa,
es uno que me lo dice todo cada vez que lo miro:
“Tatuada parte de mi vida y en mi piel mis heridas.”
No hay nada más real.
Porque esta piel no solo tiene tinta, tiene historia.
Y esta historia… se sigue escribiendo, con dolor, con huevos, y con ganas de seguir parado, aunque el mundo se quiera caer.
“Mi biografía en las Cortes”
Yo nunca fui de andar haciendo desmadres por gusto.
Siempre cuidé mi nombre.
Siempre traté de mantenerme limpio, aunque viviera sucio por dentro.
Pero las cosas cambian cuando te aferras a lo que te destruye…
y yo me aferré a las drogas.
No me di cuenta cuando empecé a hundirme.
Solo un día desperté y ya estaba rodeado de problemas:
gente que ya no confiaba, calles que ya no respetaban… y placas que ya no me soltaban.
La policía comenzó a ser parte de mi rutina.
Una patrulla, una revisión, una mentira más que contar.
Pero lo que más me dolió, fue que todo empezó por la persona que se supone debía cuidar mi espalda.
Mi ex esposa.
Cada que se enojaba, cada pleito, cada escena…
llamada a la policía.
Y aunque no hiciera nada, ahí estaban los grilletes, los reportes, la humillación.
Así fue como comenzó mi “biografía” en las Cortes.
No por robar, ni matar, ni andar haciendo cagadero.
Sino por confiar en la persona equivocada mientras yo andaba débil, dopado y sin rumbo.
El récord que tanto cuidé…
ese que nadie de mi familia había tenido…
se manchó con puras cosas que no me representaban.
Pero así es el sistema: te agarra en tu punto más bajo, y ahí te quiere dejar.
Hoy cargo con ese pasado.
No lo niego.
Pero tampoco lo repito.
"Graduaciones de concreto”
No sé cuántas veces entré y salí de la cárcel.
Perdí la cuenta… pero no el vacío.
Ese siempre estuvo ahí, como un agujero en el pecho que ni los pleitos, ni las drogas, ni el respeto de la calle podían llenar.
Cada vez que caía, salía un poco más callado… pero más duro.
Porque allá adentro uno no llora.
Uno aprende.
Aprende a no confiar, a caminar con la mirada fija, a dormir con un ojo abierto.
Allá adentro no hay amor, pero sí reglas.
Y si sabes jugarlas, sales con más nombre del que entraste.
Era como si cada entrada a la cárcel fuera una graduación distinta.
De novato a soldado.
De soldado a leyenda de pasillo.
Allá, entre más entras y sales, más se escucha tu nombre afuera.
Y eso, en la calle, vale más que un título.
Pero aunque la calle me aplaudía, adentro yo iba perdiendo algo.
Cada reja que se cerraba, se llevaba un pedazo más de mí.
Un poquito más de esa tristeza que no podía llorar.
Porque allá uno no demuestra debilidad.
Te haces fuerte o te rompes.
Yo elegí endurecerme.
Pero no porque fuera valiente.
Sino porque no tenía otra opción.
“Así nació El Malo”
No fue de un día pa’ otro.
Primero fueron las caídas, las noches durmiendo bajo la lluvia, los arrestos injustos, las traiciones, el hambre, la rabia.
Pero poco a poco, sin darme cuenta, me fui forjando.
El corazón se me llenó de cicatrices, la mente de coraje, y la mirada… de fuego.
Así fue como empezó el Malo.
No era apodo, era estado mental.
Era la versión mía que ya no lloraba, que ya no pedía, que ya no huía.
Empecé a correr las calles, y no hablo de andar nomás paseándome, hablo de dominar, de poner orden donde antes no había más que caos.
La ciudad estaba tomada por otra raza.
No éramos nosotros los que mandábamos.
Los hispanos éramos vistos como los “del montón”… los “nunca llegarán”.
Hasta que llegué yo.
Primero fueron las esquinas.
Luego las cuadras.
Después barrios enteros.
No con discursos. Con hechos.
Y con cojones.
Poco a poco empecé a tumbar su estructura.
Los que antes me veían como estorbo, terminaron trabajando para mí.
Y no por miedo, sino por respeto.
El tipo de respeto que no se exige, se gana con huevos, con estrategia, y con historia.
Mi nombre empezó a sonar fuerte.
En las calles.
En las Cortes.
En las patrullas.
En las bocas de todos.
El Malo ya no era solo un apodo, era una presencia.
Una ley.
Tuve feria.
Tuve carros.
Tuve mujeres.
Tuve poder.
Y con eso vino lo más peligroso: la convicción de que ya no quería volver al mundo “normal”, ese de horarios, jefes, reglas, y cadenas invisibles.
Yo ya había probado el sabor de mandar, de vivir según mis propias leyes, y eso… eso era una adicción más fuerte que cualquier droga.
Así fue como me hice.
Así fue como el Malo dejó de ser un simple hombre…
y se convirtió en leyenda.
Create Your Own Website With Webador